Confesiones a la luz de la lámpara de aceite

-¿Sabes, Hervé? Siempre me han fascinado las vidas secretas que convierten a dos conocidos en completos desconocidos.

Ella era como un corcel al que nadie había conseguido doblegar todavía y por ello, se decía a sí mismo sin mayor preocupación, le resultaba tan apetecible. A la luz de la lámpara de aceite podía apreciar con mayor agudeza sus rasgos marcados por un aspecto lacado, encerado y lustrado que le llevaban a pensar en especias. Cubría su desnudez apenas con una sábana roja que regalaba un contraste aún más misterioso en tonos cálidos superpuestos, dejando a la vista resquicios de piel por los que el sudor se abría paso a tientas entre cada poro abierto. Súbitamente, la mente le condujo a imaginar anacardos, crema de almendras, nueces caramelizadas, chocolatinas repletas de azúcar y suculentos caramelos.

Se movía con la agilidad de un gato, exhibiendo una mirada celeste tan encantadora que le llevaba a la deriva en un mar de cosas placenteras; y exhalaba de nuevo un popurrí de aromas especiados de sabor a canela, clavo, pimienta y otra clase de condimentos dorados, castaños o rojos cuyas fragancias eran capaces de estimularle el cerebro y sumirle en unos deseos eróticos que pronto exigían de su satisfacción.

-Antes de que vuelvas a follarme, quiero que sepas que no me llamo Maggie.

 Sombras de una lámpara que titilan a fuego lento