Detecta hasta el aliento de un corazón enamorado que no sabe que respira

No era nada personal para Stéphan, pero desde pequeño le gustaba saber qué olor tenía la gente y descomponerlo en pedacitos diminutos para guardarlos bajo llave entre recuerdos que olvidaba.
Jean decía que se parecía a un hombre francés que había conocido en París hacía cuatro décadas y que inventaba clasificaciones para nombres imposibles dictados por su enigmática pituitaria. “Detectaba hasta el aliento de un corazón enamorado que no sabe que respira”, decía mientras señalaba su pecho con unos envejecidos dedos enjutos que a menudo se resistían con saña a hacer movimientos. También dijo una vez que aquel gabacho contaba a la perfección cómo se sentían los soñadores de pesadillas entre las callejuelas de Montmartre, mientras mendigos y prostitutas robaban algo más que sueño a la noche y el olor a opio bohemio encajaba a la perfección en el escenario nocturno de neones y desenfreno. A veces, llegaba a casa después de haber hablado con cabareteras cincuentonas a las que descifraba y describía el color de sus perfumes con la misma facilidad con la que los degustaba sin metérselos en la boca. No se conocía ni se conocerá mejor narrador sin pluma y tintero en todo París.
Cada noche, tenía por costumbre sentarse al pie de Sacré-Coeur para que la luna le viera sollozar sus calamidades, después de gastarse todo el dinero del mes con fulanas de colonia barata y caderas anchas que habían evitado dejarse tocar demasiado sin recibir –o tener oportunidad de tomar prestado- algún generoso beneficio. Él aprendió, desde que su madre murió cuando era niño, que jamás se da sin recibir nada a cambio; y creía que, acercándose cada noche al cementerio para saludar a la muerte, mientras se entretenía leyendo la inscripción de las lápidas llenas de historias para no dormir ni despertar, ésta no se cobraría también la vida de su padre que, por aquel entonces, andaba consumiéndose lentamente entre devaneos de lucidez y locura, a causa de una enfermedad venérea contraída no se sabe cómo. Allí, mantenía diálogos con las imágenes en su ebrio delirio con cargado sabor a absenta —en especial, con una pequeña virgencita de etérea mirada perdida, que vigilaba el descanso eterno de toda una familia de lo que parecían aristócratas franceses de hace dos siglos— con la que repasaba la ampliación que había sufrido el archivo de olores a lo largo de la jornada entre cabarets, mendigos, bares de mala muerte y rameras resultonas —en su opinión, los olores más intensos y más excitantes que el cerebro humano y, en especial su nariz de sabueso policía, pudiera procesar jamás—.
Un amanecer, su nariz detectó uno de esos soplos de corazones enamorados -de esos que no saben que respiran- desde la otra punta de la calle y corrió tras él intentado alcanzarlo. Entonces se dio cuenta de que su corazón respiraba también entrecortadamente y que podía oler el aroma que su aliento miocárdico emanaba al compás binario al que era invitado a bailar. A Camille le gustaba la música, el arte y el teatro, pero no tanto el alma corrupto de Montmartre con sus ladronzuelos y prostitutas de dos francos que vigilaban cada esquina con la falda a mediobajar y las medias a mediosubir. No se sabe cómo ni cuándo, pero al final la convenció para que se quedara con él y sus penurias ahogadas en ese pequeño atisbo de felicidad.
Jean dice que aquel gabacho que por las noches sollozaba mil calamidades a la luna buscando consuelo de ese que no da la absenta ni las historias de los muertos, construyó una escalera desde la parte baja de Montmartre hasta el infinito cielo de París y llevó allí todos los días a Camille de la mano para invitarla a desayunar tonos ocre con sabor a amanecer mientras olisqueaba el aliento de sus corazones enamorados respirando juntos desde la cumbre de la Torre Eiffel hasta orillas del Sena y sostenían un profundo beso con sabor a caramelos de miel y limón.
Otro día, dijo que Camille acabó entre los neones del Moulin Rouge, vendiendo su alma y su falda al diablo a cambio de unos pocos francos con los que poder malvivir entre las miserias de un París anciano y deteriorado que ya nada bueno ofrecía a los malditos que se alimentaban de los suburbios de Montmartre y sus precarias limosnas que apenas quitaban el frío. Aquel hombre abandonó el olor al aliento del corazón enamorado de Camille y le regaló atardeceres de tormenta entre recuerdos de lo que había sido un suicidio para cobardes, que no tienen nada que temer, de camino al inmediato olvido.
Me he percatado de que Stéphan de vez en cuando huele el aliento de mi corazón que sí sabe que inspira y espira bocanadas de aire y amor anestesiado del que no duele al alma y es feliz por sí solo. El de Camille seguro que, después de todo, debió saberlo también. Nunca acabaré chamuscada entre los neones del Moulin Rouge como ella, al igual que Stéphan no tendrá un trágico final de drama griego suicidándose de la manera más cobarde desde la escalera que lleva al Sacré-Coeur. Jean amó a Camille hasta el último desayuno con sabor a amanecer en tono ocre y olor a corazón enamorado desde la Torre Eiffel hasta orillas del Sena. A veces, aún desayuna con ella. ¿Quién sabe? A lo mejor acabo comiendo trocitos de cielo en la cúpula celeste de París mientras veo amanecer.











5 comentarios:

  1. Un tanto raro, pero exquisítamente mágico.

    Mis felicitaciones

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  2. Wow! Me encanta tu estilo ;)

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  3. ¡Gracias, Ana!
    Acabo de leer a Paolo y me ha encantado*__*
    Hacía tiempo que no leía tus relatos y estoy poniéndome al día:)Suerte con tus Estudios Hispánicos

    Un beso

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  4. Guapa, tienes un estilo!! me encanta :D echaba de menos leer relatos como los que he leído ahora
    Sigue así!! ;)

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  5. Gracias por tu comentario, Espe:)Me alegro que te guste mi renovación de estilo.

    Un beso

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