Vodka para el dolor de corazón

Esa noche, la función principal del vodka era abrasar mi angustia a cuarenta grados de alcohol. Nada más llegar al recibidor del ático, procedí a apurar el último trago antes de entrar por la puerta y hacer añicos la botella contra los pocos recuerdos que habían quedado astillados en el mueble del recibidor. Antes de vomitar allí mismo, procuré que la conversación de aquella tarde con Kuman se perdiera junto al ardor de estómago y la acidez de garganta, con el fin de que no volviera jamás a perturbarme la existencia. Pero fue en vano. En su lugar y, como era costumbre desde hacía cuatro años, acabé llorando lágrimas alcoholizadas contra la pared del salón hasta ahogarme en la inmundicia de mi ebriedad solitaria. Al dejarme caer en el sofá comencé a entender el porqué de que los antiguos griegos utilizaran la palabra “agonía” para designar el sufrimiento extremo previo a la muerte.

El verdadero problema residía precisamente en que esa amargura no me conducía hacia la muerte o que, quizás, tardaba demasiado en hacerlo. Día tras día me consumía entre las cenizas del recuerdo de sus cigarrillos de después y, cuando había algo más que trataba de recordármela, buscaba los medios más desesperados con el fin de que me parecieran anhelos vacíos producidos por el delirio, el miedo y la soledad. Independientemente, me enfrentaba a esa agonía actuando en mi organismo de la misma manera que lo haría una vacuna para el mal de amores. Mis métodos para borrar su existencia de la memoria se basaban en asumir el peligro que podría conllevar para mi integridad emocional el exponerme a aquello que podría representarla de mejor manera. Por eso bebía vodka y procuraba acostarme cada noche con una mujer distinta. Era una manera de autodestruirme —además de colaborar en el olvido momentáneo— y de recordarme a mí misma por qué me sometía a aquello.

 Perder a la persona a la que amas debe ser lo peor que pueda ocurrirte