Inmunosuprimida

— ¿Cómo te encuentras?

Tener compañía en las noches de invierno siempre resultaba agradable. El sexo salvaje y explícito conseguía enfriar la mente y sofocar las heridas del alma. Por enésima vez, reparé en que, la humanidad que emanaba su sonrisa, me devolvía de golpe al mundo de los vivos y traté de devolvérsela sin éxito cuando se volvió a mirarme de nuevo.

—Debería convencerte de que estoy bien, pero dudo mucho que me creyeras —apoyé la cabeza en el respaldo, mientras observaba el recuerdo de mi vida titilando en mi yo más hondo, retardando su aparición hasta que me encontrase plenamente inmunosuprimida—. Voy a decirte una cosa, pero sólo porque me pareces buena persona y no mereces que te hagan daño: no te quiero ni pretendo hacerlo. No quiero a nadie, ni siquiera a mí misma. Necesito olvidarme de las decenas de chicas que han pasado por esta cama y, sobre todo, necesito olvidarme de mi propia existencia. Voy a utilizarte como a todas, pero te seré más sincera que a ninguna: no volverás a saber de mí nunca.

—Has bebido demasiado. Sería sensato que me fuera.

—No te vayas. Tengo frío.

Me sentí mejor en cuanto se acercó un poco más a mí. Mientras cubría mi cuerpo con alguna especie de manta aterciopelada, permitió que, con los ojos cerrados y las manos temblorosas y entresudadas por el esfuerzo, palpara sus rasgos desde la línea del mentón hasta la frente. Sobre la tersura de aquella piel podría haber sido capaz de dibujar con la yema del dedo los cinco continentes y sus respectivos accidentes geográficos. Estaba delimitada por unas líneas sencillas que convertían su rostro afilado en algo sensual y muy mitológico, como si fuera la reencarnación de Calíope o alguna de aquellas musas griegas que inspiraban fantasías, paraísos utópicos y espejismos a los ilusos; pero lo mejor de todo era la uniformidad y el compás de su respiración que trataba de no parecer asustada cuando, en realidad, temblaba por sí sola a la vez que lo hacían sus manos, su vientre y, de nuevo, sus dudas. Pero sí me besó.

—Déjame a mí llevarte, Katie.

Se apartó bruscamente, apagando así la estela de mi delirio más profundo, pero yo seguí aferrada durante unos segundos más a su sabor, degustando la ternura y la calidez propias de aquello que sabe a hogar, inocencia y humanidad.

—Por favor, no te vayas—supliqué casi sollozando, aferrando con fuerza su muñeca y amparándome en el ensueño producido por mi incuestionable embriaguez—. No me abandones, Kate, por favor, no...

—Tranquila, no lo haré.

Fue la primera vez, después de cuatro años, que el nombre de mi agonía no se escribía únicamente en ruso.