Y entonces llegó él...

Justo antes de perder el conocimiento y ser consumida por el aroma a nada y vacío, sentí que mi cuerpo se elevaba para encontrarse con el suyo. Pasados unos instantes, descubrí que las sábanas de mi cama se habían deshecho con la poca cordura que nos quedaba y que habíamos pasado a barrernos mutuamente con el degradado que ahora formaban nuestras melenas bajo el fluorescente de los neones neoyorquinos. Sin embargo, fue todo muy sincero; exactamente con quien yo quería que fuese.

Agradecí la paciencia de sus movimientos al lidiar contra mi incoherente ebriedad, su manera brusca de arrancarme la ropa y el olor de su saliva deslizándose desde el punto máximo de mi cuello hasta el límite más recóndito de mi ser. El alcohol se evaporaba a través de mis poros, hirviendo a más de cuatrocientos grados en el interior de mis venas hasta casi hacerlas estallar. Escuchaba el sonido de un timbal que retumbaba en mis labios, en mis dedos, en la piel de mis sienes; llenando mis oídos y bloqueando al final el resto de mis sentidos. Rugía hasta hacerse oír por encima de los gemidos que chocaban contra las paredes y rebotaban hasta volver a mi garganta en forma de alegoría placentera, subiendo todavía más la fiebre a mi yo más instintivo e ilógico. Y entonces, de improviso y sin avisar, llegó él.
Envueltas en aquel útero de tela, fusionamos el espacio racional e irracional de nuestros apetitos y alcanzamos el clímax máximo por medio de una sucesión de convulsiones y espasmos físicos que reflejaron a la perfección el éxtasis que consumían de golpe nuestros cuerpos. Terminamos por comernos a mordiscos y despedazarnos a arañazos. A continuación, simplemente disfruté de la calidez y la familiaridad que, en su interior, parecía haber estado reservándose desde hacía tiempo para mí. 

No me abandones, Kate